domingo, 30 de mayo de 2010

Se hace camino al andar

por Lucía Levy


La Plaza de Mayo tiembla, los pueblos indígenas llegan con toda su cultura a cuestas, sus bailes, sus ropas exageradamente coloridas para una ciudad tan gris, sus instrumentos milenarios y llegan, sobre todo, con ganas de ser escuchados.

Los habitués de los alrededores miran asombrados desde los balcones de sus cómodas y coquetas oficinas como si ellos, los indios, formaran parte de otro paìs, de otra realidad.

Llegan por Diagonal Norte y son miles, y las madres de Plaza de Mayo los reciben con un abrazo eterno, mientras los ojos mojados de los espectadores graban en sus retinas un momento histórico: dos luchas se hermanan, la de los pueblos originarios en busca de su identidad y ellas, en busca de la identidad perdida de sus hijos desparecidos.

Como cualquier otro día, las palomas aguardan inmóviles en su plaza de siempre y al explotar los morteros que anuncian la llegada de los indígenas, adornan el sucio cielo y se pierden en la espesa niebla y vaticinan un futuro de libertad.

El temblor sigue, es cada vez más fuerte, ahora se toman de las manos y luego de un grito ensordecedor, todos saltan y bailan al ritmo de canciones que solo ellos conocen, los mismos gorros coyas se mueven en perfecta armonía y la piel se eriza.

En el medio de la plaza, un escenario colmado de hermanos indígenas los reciben con cánticos típicos, y los oídos de los transeúntes disfrutan de esa melodía pegadiza pero extraña.

“Alguna vez nos van a tener que ver, alguna vez nos van a tener que reconocer, alguna vez los vamos a conmover”, grita una Mapuche al micrófono desde lejos y exclama furiosa: “Estamos aquí desde siempre, fuimos con esta tierra antes de que fuera sometida y explotada, somos pueblos originarios, blancos, negros, mestizos y criollos”.

Las banderas celestes y blancas que auguran el festejo de los 200 años de una patria que los excluye, contrastan violentamente con las coloridas banderas de las 30 naciones originarias que habitan hace más de 500 años las mismas tierras que hoy reclaman.

La Plaza de Mayo una vez más es testigo de un momento imborrable en la memoria de un país que estuvo ciego durante siglos y que hoy se enfrenta a una realidad que intentó ocultar pero ya no puede, el grito es muy fuerte, los oídos ya no son sordos.

Seguramente, lo que ayer se vivió, ocupará varias páginas de la historia de una nación que aprende, a los tropezones, a reconocer a su gente, a esa que ya estaba aquí aún antes de que el Cabildo viera por primera vez un gobierno patrio.

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