lunes, 26 de julio de 2010

¿De qué estás blablando, Willis?

por Alejandro Bianco

Al excelentísimo Pleno de los académicos de la Real Academia Española, se elevará el siguiente petitorio: la inclusión del verbo blablar —y de sus posibles derivaciones— en la próxima edición del Diccionario publicado por dicha institución lingüística.

blablar.

(De la muletilla bla, bla, bla).

1. Discursear acerca de asuntos sin importancia, afirmando, de rato en rato, verdades de dudoso fundamento. Qué tipo denso: el tío Roberto no paró de blablar durante toda la noche.

2. Mantener una conversación de temática esquiva, indeterminada, o excesivamente variada y cambiante. La noche en que nos conocimos con tu padre, blablamos durante horas, y yo todavía no le había preguntado su nombre.

Conjugación de blablar en presente del indicativo:

Yo blablo.
Tú blablas. / Vos blablás.
Él blabla.
Nosotros blablamos.
Vosotros blabláis. / Ustedes blablan.
Ellos blablan.

miércoles, 21 de julio de 2010

Vos también podés ser Shrek

por Alejandro Bianco

Todo el tiempo me encuentro con gente que confundo con Shrek. No es culpa mía. Es inevitable, es un tic, lo llevo conmigo por donde vaya.

Al terminar de leerme, espero que sabrán disculparme.

Todo el mundo juzga por las apariencias. Para otros, el resto de los mortales son chantas, freaks o seres inferiores. El vecino de al lado mío, semi calvo y barrigón, por ejemplo. Cuando me cruza, siempre me pone cara de “andate, pendejo forro, ¿para qué existís?”. Ya sé, es un loco y no es nada personal conmigo. Bueno, pero que sepa que, para este pendejo forro, él es Shrek.

O tal vez sea sólo mi mente que lo hace parecer. Seamos buenos. Naturaleza o ficción, la cuestión es que, por ejemplo, estoy haciendo la cola para comprar la tarjeta del subte y, cuando llega mi turno, me pasa lo inevitable: el que me lo vende es Shrek, pese a que, a diferencia del bicho auténtico, este otro se esfuerce en poner su mejor cara de traste.

O voy caminando tranquilo por una plaza y me encuentro con unos amigos sentados en el pasto; un gordito copado, desconocido para mí, les ceba mate. Con la mejor onda, me mira y me dice: “¿Querés uno?”. Zas, otro Shrek.

El otro día me fui al carajo: lo veía a Enrique Pinti en la tele, hasta que gradualmente dejó de ser Pinti para pasar a ser Shrek. Ahí me dije: “Pará la mano, boludo, que este tipo no se lo merece, es un capo”. Pero insisto en que no puede ser mi culpa: ¿no se parecen un poquito, al menos?

Salvo el episodio de Pinti —cuando luego me equivoqué y se lo comenté a mi vieja—, jamás cometí la ingenuidad de advertir a los demás: “¡Miren, fulano es Shrek!”. Sucede que recibiría, como respuesta, una sonrisita o, como mucho, la helada constatación “es verdad, tiene un aire”. Y sería mucha mi decepción, muchísima, porque yo ya no puedo pensar más en términos de “tener un aire” o de “tener un parecido”. Para mí no hay medias tintas: o sos Shrek o sos no-Shrek.

Así que siempre me lo guardé conmigo. Siempre, hasta hoy.

Vuelvo a mi patología: para que Shrek aparezca, basta que un solo rasgo de la persona me haga acordar al ogro taquillero, a su figura amena y vetusta. Como resulta evidente, la piel verde no es un requisito indispensable ya que no es un don que abunde entre humanos, y menos entre porteños. Pero la nariz petisa y aplastadita, por ejemplo, que se ensancha en la parte de los orificios... Si tenés nariz de boxeador, caramba, sos Shrek. Conste que avisé.

Todavía no he confesado lo más raro de todo: nunca vi una peli de Shrek. Sólo sé que es un ogro enorme, aunque quizás, por su pinta risueña y por su buena fama entre las minitas de mi edad, se trate de un monstruo bonachón. Pero la verdad es que no lo conozco y esta ignorancia me juega en contra: todo hombre panzón, sea bueno o malo, también será Shrek.

¿Y qué decir de los oficinistas con papada o de los calvos con cabeza de huevo invertido? Todos, sin excepción, me ponen siempre su mejor cara de ogro cinematográfico.

¿Y los de orejitas pequeñas como biscochitos? Cuando era chico me daban ganas de mordérselas. Ahora soy más perverso: con ellos, me basta ver un perfil de sus cabezas y descubrir una sola de sus orejitas para que también los convierta en Shrek.

Decí que aún no me he cruzado a un hombre que posea todos estos atributos juntos y que, a tal milagro de la biología, le agregue su fanatismo por Ferro. ¿Tooodos esos atributos? Bah, me retracto: sólo un gordo con la camiseta de Ferro puesta. Por suerte no vivo en Caballito. ¿Se imaginan algo así? Sería demasiado para la poca cordura que me resta en pie.

Pierdo mi tiempo clasificando a mis ogritos según la clase de parecido: por su boca, su calva, sus orejitas… Que Dios me perdone pero, para mí, los hombres no están hechos a imagen y semejanza de él, sino de Shrek.

Poco a poco me he convertido en un salmón que nada contra la corriente. Por culpa de Shrek, suelo perder mi tiempo y, como di a entender recién, hasta me he convertido en un ateo. Cuando mi jefe se entere de que para mí él es un Shrek más, me quedaré sin empleo y definitivamente expulsado de la cultura occidental.

Este raye, que empezó por ser un mero pasatiempo, ahora me persigue como una maldición. Necesito que alguien, por lo menos, una vez más, vuelva a mirarme con ojos humanos.

De todos modos, me consuelo pensando: “Peor sería que la gente me hiciera acordar a Nemo o, peor aún, al ruso Sofovich”.

También me digo a mí mismo que toda esta farsa es injusta y cruel, que alguna culpa debería hallar en mí. Pienso que debería ser un mejor tipo. Pero ¿acaso se podría luchar seriamente contra la imaginación? Yo, por lo menos, en esto sí que no perdería mi tiempo.


Publicado por d-10.

viernes, 16 de julio de 2010

por María Soac

Anoche, cuando usted me miró así, cuando me dijo que el mundo era para mí sí se lo pedía, me quedé con una sensación extraña, una buena sensación. Bueno, sensación al fin. Y eso es lo importante.

Quizás, si la vuelvo a pensar, no fue una charla grandiosa: no disipamos dudas universales ni descubrimos verdades últimas. Sin embargo, fue grato.

Y a mí me gusta, como me gusta quejarme, hacerle saber a mi interlocutor (que resultó ser usted, por razones que el cosmos sabrá) que el diálogo causó una linda emoción en mí.

En síntesis, ésta es mi manera (rebuscada y frívola) de expresarle cuánto me gusta.

Ojalá, que siga así.

María

miércoles, 14 de julio de 2010

Vuela mosca

por el Curioso

1) El mundo es mentira. Los valores son excusas. Somos dueños de nosotros mismos, quizás, y quien se haga cargo y domine esa mentira, será dueño del mundo.

2) Saboreás la mierda entre tus dientes, orgulloso tomás más. Sos humano y, si hay, no importa lo que sea, vos querés más. No te das cuenta, la mierda te saborea y así morís.

3) Esa cálida paz adentro, ese consuelo potenciado por el viento costero de Mar del Plata en invierno. El buzo cubre los dedos, los ojos entrecerrados, reconfortantes pensamientos del mundo después del suicidio. Es sólo un juego, pero jugar a la muerte da más vida.

4) La desperté con un pedo en su oreja, uno de esos que me hacen sentir orgulloso. Gran estruendo y un olor que era casi sabor. ¡Impecable! Me pareció gracioso. A ella no. No la volví a ver.

lunes, 12 de julio de 2010

El otro monumento

por Alejandro Bianco

Rosario está llena de atractivos: uno puede dar un paseo, a la tarde, por Boulevard Oroño y sentirse realmente bien; ver de noche el iluminado Monumento a la Bandera y emocionarse; dar una vuelta en velero y remontar relajadamente ese Paraná marrón y tranquilo; etcétera.

Pero también está bueno salir de los circuitos turísticos clásicos y, de golpe, tomarse, por ejemplo, el 143, que te deja a una cuadra de la estatua del Che, en una plaza agreste de un barrio residencial más de esta ciudad grande y bien armadita. Está bueno bajar de un bondi una noche fría de invierno y encontrarse con esa oscura masa erigida en el arrabal rosarino, en la que se perfila una imagen histórica y mitificada, pero también vigente, sincera y humana. Recién allí uno concluye, entonces, que la historia de los hombres ha pasado por Rosario.

La estatua del Che no es una estatua más, no es un homenaje organizado verticalmente desde un Estado nacional con el fin de instruir a ciudadanos con el bronce frío y con el ejemplo lejano en el tiempo. Este monumento está hecho con la colaboración de gente: miles de personas aportaron más de 14 000 llaves para su construcción.

No tiene la espectacularidad ni la fama del Monumento a la Bandera, y su imagen no está en nuestros billetes. Tampoco es una postal obligada, como la Torre Eiffel o las pirámides. Pero, sin embargo, se va corriendo la bola y, cuando uno llega a Rosario, nunca falta quien, mapita en mano, pregunta por la estatua del Che, o quien informa acerca de su existencia.

“Vayan a ver el monumento al Che”, nos dijeron. Nuestro micro con destino a Retiro salía en cinco horas y teníamos un espacio de tiempo muerto. Agarramos yerba y llenamos un termo con agua bien caliente (hacía un frío horrendo); seguimos instrucciones, nos subimos al 143 y bajamos donde se nos indicó. Por cuatro o cinco minutos —más no nos dejó el viento polar—, fuimos testigos de nuestra historia, la verdadera, la que se va haciendo desde abajo, en cualquier campito, con llaves viejas, con lo que sea.

Publicado por d-10, 2010.

sábado, 3 de julio de 2010

Juliancito sale a la calle

Fragmento encontrado en una cadena de mails.

… déjenme que me acuerde. Ya está. Bien: ayer volvía a mi casa desde el trabajo. Bajé en la estación Medrano y decidí, como quien inconscientemente tira de la soga que viene desde la oscuridad, cambiar el recorrido habitual. Llegué a la esquina de Gascón y Corrientes y, al doblar hacia la izquierda, vi que salía un compañero de trabajo (ganador del prode mundialista y del Gran DT) de la peluquería a la cual va mi novia. Saludo de cortesía, que de su parte fue más cariñoso que en el trabajo, y su respuesta ante mi pregunta obvia fue: “Vengo siempre, acá es donde mejor depilan”. No terminó de decir eso que salió otro pibe, lo agarró de la mano y le dio un beso en la boca. Como diría Adriana Posetti, la de Biología II, “huí despavoridamente”.

Crucé la calle y me lo encontré a Martín Romano, el de Análisis IV, quien venía en dirección contraria a la mía. (Me lo cruzo siempre porque es del barrio: al principio era gracioso, pero ahora ya resulta molesto). Nos saludamos con una murmuración y cada uno siguió su camino. Me acordé de que tenía que retirar mi pantalón de Kung Fu de la modista (se había roto) y volví por donde había venido.

En el bar de la esquina de la peluquería, en una mesa pegada a la ventana, estaba ¡Fabián charlando muy animadamente y, a puras risitas, con Martín! Sí, Fabián, el rubiecito de pelo corto, el de la cara de loco, el de la cara de asesino serial de hormigas. ¿Se acuerdan? Fue compañero nuestro cuando lo tuvimos a Martín de profesor. Digo lo de hormigas porque me acuerdo de que tenía un fornicario. ¡Un fornicario! ¿Se acuerdan? ¿A qué clase de loco se le puede ocurrir creerse el Big Brother de las hormigas?

En fin, los saludé con la manito.

Como a la noche hubo un maratón de “The Bing Bang Theory”, en casa nadie quería cocinar. Entonces bajé a buscar unas empanadas en “El Salteño” y ahí vi a Martín que estaba a los besos apasionados con alguien de pelo corto y claro.

Yo pensé lo mismo que están pensando ahora ustedes y, como estaba sin anteojos, me acerqué mucho para ver qué estaba pasando. En ese momento se dieron vuelta los dos (Martín y su novia de pelo corto) y me miraron con cara de “sacale una foto, boludo, así te dura más”.