jueves, 27 de mayo de 2010

Muerte borrascosa

por Carolina Brani

El tubo era largo y simétrico. Se asemejaba a un laberinto infinito. La oscuridad era casi absoluta. A lo lejos, muy a los lejos, se divisaba un rayo de luz que intentaba entrar. Junto a él, se colaba una ráfaga de aire que removía el agua, gestando olas calientes que se volvían a cada instante, más fuertes y más furiosas. “Una borrasca en el túnel”, eso mismo pensó: ¡estoy metido en una borrasca! De pronto, todo se aquietó nuevamente. Sobrellevando el dolor que le invadía todo el cuerpo, sintió que comenzaba a quemarse vivo. Los ojos le ardían y las alas se le quebraban por los intentos frustrados de tomar vuelo. Inútilmente. Todo lo intentaba inútilmente. Porque cuando creía que había llegado, que estaba ahí nomás del rayo de luz que lo guiaría hacia la libertad, entraba de nuevo la violenta ráfaga: rabiosa y con más envión que nunca. La ola nacía de nuevo. El agua hirviendo chocaba contra las paredes. Y allí se encontraba él: escapándole a una muerte decidida y caprichosa.

En uno de sus intentos, en los que volaba e intentaba con todas sus fuerzas mantenerse firme y dirigirse al rayo de luz, la ráfaga de aire atacó nuevamente. Sin embargo, gracias a la posición en la que había logrado sostenerse, el agua no lo arrastró hacia el fondo, sino que se lo llevó nomás, dentro del remolino de olas. Envolviéndolo y arrastrándolo sin dejarle oportunidad para la huida.

El líquido en donde cayó era denso y de color verde. A su parecer, se encontraba inmerso en arena movediza, vencida y podrida. Esa especie de pasta caliente y densa se le impregnaba en todo el cuerpo. Las alas, pesadas y húmedas, ya no podrían levantar vuelo, y, sin eso, estaba finiquitadamente muerto. De repente una succión lo arrastró hacia abajo. Entre zambas y sacudidas arenosas, notó que esta vez había llegado bien al fondo. No sería fácil volver a la superficie. Lo intentó de todos modos: si iba a morir, que fuese peleando. Y así, pataleando y pataleando, lo logró: logró salir.

Mientras pensaba en lo afortunado que había sido, en la historia que tendría para contar y en lo valiente que resultaría, una mano se le avecinó, como una furiosa avalancha, y casi lo aplasta contra una ventana. Los reflejos, aunque tardíos, le funcionaron y (afortunada o desafortunadamente) perdió sólo el ala izquierda. Como pudo, dolorido y golpeado, comenzó la retirada para nunca más volver.

Mientras se alejaba, a lo lejos escuchaba una voz. Cada vez más lejana...

─¡Marta! ¿Qué estás haciendo?

─Perdón, es que se había metido un mosquito en el mate. Casi lo mato che, pero se me escapó el muy bicho. Venite, que te cebo otro y seguimos chusmeando.

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