jueves, 27 de mayo de 2010

Calza justo

por Alejandro Bianco

El hombre es impulsado por la marea de pasajeros hasta que calza justo en el subte, su cuerpo maduro estampado contra la puerta que se cierra con furia, entre una chica bajita y un gordo de sweater con rombos. Están todos húmedos, apretados, desinflados. Se llega a una estación, el gordo se baja y parece abrirse un pulmón, pero una nueva ola llega desde afuera y vuelve a barajar todas las posiciones.

Ahora el hombre está frente a frente con la chica bajita, su respiración rebota cíclicamente contra la frente de ella. El aire que exhala es el que golpea contra la pequeña frente y que luego vuelve a entrar en su nariz. Así por uno, veinte, mil segundos.

Un codazo anónimo golpea sin querer la espalda de la chica y el hombre siente cómo su cuerpito se contrae, como estimulado por un electroshock. La siente suspirar. Están cerca y se rozan, bailan un lento grosero y a la vez perfecto.

Hasta allí todo es pura inercia, como siempre en el subte, como siempre entre pasajeros que juegan con sus cuerpos al dominó. Pero algo perturba la inercia del hombre porque de repente levanta una mano y amaga con aferrarse a uno de los caños, pero luego la dirige pausadamente al rostro de la chica, que casi cabe en la cavidad del cuello del hombre, la mano calza justo en la superficie lunar de su cachete, cubriéndolo entero, como a una bola de bowling.

Y por tres segundos no la mueve, la mantiene así, suspendida y bondadosa.

La chica habrá sentido el mítico cosquilleo, el calorcito amable, el contagio milenario. Pero, por toda respuesta, el hombre siente primero el contacto ahí abajo y tres segundos después la explosión, la rodilla certera de la chica que calza justo en lo más íntimo de sus huevos. El hombre juraría que tronan, pero la ola de estruendo sólo es interna, como un sismo tímido.

El golpe resulta seco y silencioso como una caricia en un cachete. Todo es interno y silencioso y al fin se pierde.

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