viernes, 4 de junio de 2010

Hasta el fin del mundo

por Leandro Palazzo

“No estamos en una época en la que podamos hacernos los boludos”, prorrumpió fastidiado, y mientras la gota más delicada de sudor recorría las líneas de su frente vio que venía el colectivo. Subió sin hablar, como pensando en otra cosa, sin embargo era evidente que aún retumbaban en su cabeza las propias palabras que acababa de decir. Su amigo, condescendiente, en cambio prefirió mirar a la mina que subía delante de él. Pero cuando apoyaron sus espaldas en el asiento, el dialogo continuó en la misma línea. “Vivimos anestesiados muchos años, sumisos a lo que nos dictaban, con miedo, con ese miedo que soportan las personas traumadas. Somos un pueblo traumado, pero depende de nosotros decir mañana eramos en lugar de somos un pueblo traumado”. Sus palabras eran sabias y escondían algo de soberbia imperativa, pero su amigo lo escuchaba comprendiendo que tenía razón. Para decir estas cosas más bien no titubear, aunque nos señalen de arrogantes. Cuando hablaba, su cara también expresaba, sus cejas bailaban al compás de las palabras, y cuando enfatizaba sus pensamientos fruncía el seño, como un nene enojado. Creo que verdaderamente se enojaba cuando hablaba, pero eso demostraba que sentía lo que decía. “Es difícil, pero el cambio debe nacer algún día” – dijo – “La historia está colmada de erosiones populares que como volcanes arrasaron con las convenciones que parecían eternas. ¿Porqué no creer que en cualquier momento el fuego líquido, ese que nacerá del fervor, comenzará a quemar las ciudades? Cuando eso suceda tenemos que estar preparados. Yo no quiero estar dormido en ese momento, quiero estar despierto, bien despierto, gritando, viviendo”. Cuando terminó de exponer, quizás mientras algunos rezagos de sus ideas aún le hacían cosquillas en la nuca, su amigo, observándolo, se sintió afortunado. Se sintió felíz por conocerlo, por ser su amigo, por escucharlo. Se sintió entusiasmado porque seguramente cuando llegara aquel día estaría acompañándolo. Se sintió orgulloso de haberlo conocido, sabiendo que de lo contrario, cuando llegara el día, en lugar de estar gritando con él, estaría viendo el fin del mundo en silencio por televisión.

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